Hace pocos días, este cronista decidió dar un paseo por la Plaza Las Heras, un hermoso paseo de nuestro barrio. Conviviendo con los niños que salían de las tres escuelas que por allí se encuentran, de algunos feligreses que habían asistido a misa en la lindante Iglesia, con otros vecinos de "vidas normales" que paseaban o departían amigablemente en los bancos, se encontraban varias personas que habían hecho del césped o algún banco su lecho esa última noche.
Algunos, despatarrados ellos, parecían estar durmiendo la mona de algún tetra brik. Vaya uno a saber si es esta la fórmula para escapar al dolor de ser casi invisibles a los ojos del resto de sus semejantes. Seguramente no. Pero nos llamó poderosamente la atención la figura de un hombre de unos sesenta años que se comenzaba a desperezar ordenadamente sobre el banco en el que aparentemente había pasado la noche.
La curiosidad nos llevó a intercambiar algunas palabras con Rubén G., este inesperado "vecino" que nos comentó que hace ya varios años que "vive" junto a nosotros. Nos contó que antes de la crisis del 2001 tenía trabajo, que llegó a tener un pequeño taller metalúrgico volteado por los sucesivos vaivenes económicos que todos conocemos, que hace ya rato que no veía a sus hijos, y que su mujer lo había dejado. Se descargó diciéndonos que había perdido su casa, que al no conseguir trabajo por su edad comenzó a deambular por comedores comunitarios, haciendo algunas changas de vez en cuando, en fin, nos contó una historia más de las mismas que seguramente muchos de nosotros ya habremos escuchado una y otra vez.
Y una vez más, este cronista vivió la experiencia de sentirse agradecido por tener un techo, un plato de comida regular y constante, amigos, hijos, una pareja. Un libro para leer, una crónica para contar. Un mañana, no un futuro, más o menos predecible.
Aunque ese agradecimiento dure algunos minutos u horas, hasta caer en el olvido hasta el próximo encuentro y agradecimiento similar.
Otra vez más se volvió a preguntar que se está haciendo desde el gobierno comunal, el nacional, desde quienes tienen la autoridad y los medios para hacerlo, por todos estos "semejantes". Porque son decenas de miles de niños, no tan niños y abuelos los que pueblan nuestras calles, nuestras plazas, nuestros trenes.
Porque quienes se encuentran aspirando poxiran en los subtes, los que solo atinan a "colocarse" con el próximo trago de vino barato, los que duermen en la calle con alguna frazada mugrienta, los que venden su cuerpo por cinco pesos, alguna vez fueron bebés.
Muchos quizás hayan caído en la degradación pero muchos aún luchan por sobrevivir dignamente. Como Rubén G., quien alguna vez también tuvo una vida diferente. Todos merecen una vida mejor. Hablar con ellos, en lugar de ignorarlos, seguramente nos ayudará a entender como funciona este mundo.
Este cronista pocas horas después se sentó a escribir lo que había sentido. Las palabras fluyeron y el dolor algo se alivió. Sólo eso.
